La estética del alijo

Igual que los terremotos tienen sus réplicas, también las tienen las vacaciones de agosto. Uno se propone todo tipo de intensos sufrimientos con su dieta del 1 de septiembre, se pertrecha con aguas minerales, un banco de abdominales y recetas de cocina al vapor, y en esas que cae ese invento llamado el veranillo de San Miguel, que da igual que sea en San Miguel o no, pues cae cuando uno quiera sacudir todos sus propósitos de enmienda con una réplica de agosto por un par de días. A mí la réplica me ha tocado en Lekeitio, pueblo de mis veranos de infancia, en forma de gran reencuentro familiar e intergeneracional con comida y cena para 137 personas. Daba por descontada la derrota en ambos banquetes, uno no puede bailar una conga al son de una bilbainada cantada a capella con tíos que apenas ha visto un par de veces en su vida a palo seco. Sí, de esas comidas que uno acaba bañándose en pelotas con el cuñado de un primo segundo.

La derrota inesperada vino al día siguiente a la mañana. Uno se crece, se repite la cantinela de «un día es un día» y va a comprar algunas frutas para el desayuno, y es entonces cuando ve de refilón, en los primeros bares abiertos la temida barra de los pintxos. Y prefieres no mirar, te recuerdas que por ahí no se va a la frutería, pero es difícil ignorar esa cornucopia obscena donde se amontonan sin cesar, hasta cubrir por entero la barra, todo tipo de pinchos que están ahí solos, quedándose fríos. Uno se pregunta siempre quién los comerá, porque el chiquitero vasco por lo general solo se alimenta de gildas para construir un escudo protector de no sé qué sustancia que se le supone a la gilda y que la leyenda local dice que permite tomarse siete tragos antes de ir a casa a comer. Y a fuerza de mirar, uno empieza a perder la presencia de ánimo. Y eso que en Lekeitio, salvo algunas gloriosas excepciones, el nivel del pincho no es tan alto como para caer en la tentación, no señores, no estamos ante el Clark Gable del pincho, sino más bien en el nivel Paquirri: mucha tortilla de patata enriquecida con jamón, queso y mayonesa o chorizo frito. Pero qué más eso, si lo que a mí me hace caer no es la calidad del pincho individual, sino la teatralidad de las barras de pinchos: cuanto más tengan mejor. No me puedo resistir a esa puesta en escena cuya estética está claramente inspirada en los alijos de la Guardia Civil, esos bodegones del exceso en que los agentes amontonan drogas, fajos, fardos y armas. Ya lo dije, yo iba a por frutas, pero por el rabillo del ojo, nada más pasar la iglesia, vi el primer alijo en la barra del primer bar y caí de lleno en la tortilla de patata laminada con inserción de estratos de jamón barato y queso de loncha, y de ahí hasta el último bar del pueblo, uno por uno. Toma réplica.

 

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