
Mi amigo Mariano es un mutante. Cuando le conocí hace casi cinco años era un cuarentón con barriga y no se había montado en una bici desde que era niño. Hace un par de semanas y con veinticinco kilos menos, se hizo una ruta de cuatrocientos kilómetros porque su anterior travesía de trescientos treinta kilómetros de Madrid a Cáceres no le pareció suficiente. Dejémoslo en que Mariano es una persona que no conoce sus límites, si es que los tiene. Y no hay nada más peligroso que seguir los consejos y las recomendaciones de alguien que desconoce los límites, sobre todo porque su ejemplo es tan inspirador que uno termina enarbolando la bandera del yes, we can o del Just Do It, eslóganes que son las mayores estafas colectivas del siglo y proponiéndose pulverizar sus propios –y bien conocidos– límites.

Hace unas semanas, Mariano nos animó a los integrantes de un chat de ciclistas neófitos llamado “Jinetes del ocaso” a apuntarnos a una carrera llamada Rotor Sierra Norte, que nos vendió casi como si fuera una excursión dominguera para todos los públicos, con el privilegio de que cortaban las carreteras para poder circular alegremente sin coches. Varios jinetes del ocaso (todos cuarentones que si hubiéramos podido habríamos comprado Ferraris en vez de bicicletas para amortiguar nuestra crisis de la mediana edad, e iríamos con sombreros de panamá y camisas de lino en vez de la lycra infame que gastamos) acogieron la propuesta de Mariano con entusiasmo y nos apuntamos cinco. Había dos modalidades Gran Fondo y Medio Fondo. A mí me pareció que el recorrido Medio Fondo no tenía épica y elegirlo era propio de un tibio con mentalidad de derrota, de esos que solo corren el medio maratón, se piden el baby armando en la Ancha, el cubo de palomitas mediano en el cine, la botella de vino de 50 ml y solo un cuartito en las raves. Queríamos la experiencia completa, así que nos enrolamos todos en el Gran Fondo, que eran casi ciento cincuenta kilómetros con tres puertos de montaña.
El trazado de la carrera parecía uno de esos garabatos circulares que uno hace en un papel para ver si el bolígrafo funciona. Resultaba incomprensible, rodeaba cada monte del mapa varias veces y por todos los caminos posibles. A pesar de ser un circuito cerrado con salida y meta en Buitrago, la sensación era la de que uno no dejaba jamás de ascender y al coronar un puerto y comenzar a rodar hacia el valle del otro lado de la montaña, el paisaje se reconfiguraba y lo que aparentaba una bajada resultaba haber sido una ilusión óptica, y uno volvía a tener que subir. Llegué a pensar que lo había diseñado el mismísimo Escher. No ayudaba nada a la moral la macabra colocación de la señalética, a menudo uno se encontraba tras dos o tres kilómetros de ascensión con un cartel con el logotipo de la carrera que decía “inicio del puerto” y que generaba inmensa confusión y desaliento: tengo la sensación de que llevo un rato subiendo y sin embargo, el cartel indica que el puerto acaba de comenzar.

La ausencia de bajadas no fue el único fenómeno paranormal que confirió a esta supuesta excursión dominguera una épica nivel Shackleton. Al llegar al primer puerto entramos en un pliegue del espacio-tiempo que nos devolvió al crudo invierno en pleno veinte de junio, víspera del verano. La temperatura se desplomó al llegar Montejo de la Sierra, y se desató una lluvia intensa, esa temida gota fría estival que hace de una carretera un río en menos de lo que uno tarda en ponerse un chubasquero –prenda que por otro lado había decidido no llevar como prueba de mi fe en el dios protector del dominguero. Mis compañeros iban bien pertrechados con chubasquero, guantes, geles de glucosa, cartuchos de oxígeno para pinchazos, gadgets digitales que te orientan y relojes que te previenen de la inminencia de un fallo multiorgánico, todo aquello de lo que carece alguien que como yo aún vive esto de la bici con el ánimo descomplicado (maravillosa palabra colombiana) de un excursionista dominical. Gracias a estos gadgets que les chivaban los muchos kilómetros que faltaban, y gracias también al chubasquero que les generaba la ilusión de que aún tenían tres palmos de ropa seca que aún podían resguardar, decidieron darse la vuelta en la cintura del primer ocho del enrevesado trazado de la carrera. No pudieron avisarme de que me abandonaban cobardemente, pues yo había salido volando para calentarme por exceso de esfuerzo, la única alternativa que tenía para sobrevivir a la hipotermia dada mi escasa vestimenta y mi condición de calado-hasta-los-huesos.
Al cabo de un rato, según me adentraba en la tormenta, y veía más y más ciclistas dándose la media vuelta (hasta un tercio de los participantes se rajaron, claramente no tenían abuelas de Lequeitio), me pregunté si mis amigos habrían elegido una prudente derrota. Me paré a esperarles en un puesto de avituallamiento, donde me bebí tres Aquarius de un trago cada uno, y cuando ya vi pasar a la furgoneta escoba y la moto de la Guardia Civil, me di cuenta de que no llegarían, y lo que es peor, de que había quedado descolgado de todo el grupo de supervivientes.
A medida que pasan las horas en las pruebas de largo recorrido, los que tenemos más moral de resistente que condiciones físicas para la carrera, nos vamos juntando en la cola para conformar una aterradora procesión de moribundos. Me pasó hace un par de años en un maratón al que me apunté con mis primos en una borrachera de Nochebuena al grito de a-que-no-eres-capaz-de-hacerlo. En el temido kilómetro treinta, estaba rodeado ya de penitentes con una panza como la mía –y una crisis de mediana edad de esas que como a mí nos empujan a desafíos innecesarios para demostrarnos que aún podemos– y lo peor de ir al final, no es ya verte en el espejo de los que te rodean y reconocer en ellos tu miseria, sino que al llegar a los puestos de avituallamiento no queda ya nada que comer o beber, y todo el suelo está lleno de basuras y charcos de bebidas isotónicas derramadas. En esta marcha de ciclistas me ocurrió algo similar a lo que viví en el maratón, llegué al último avituallamiento para ver con horror cómo lo desmontaban, no quedaba nada que llevarse a la boca. A mi alrededor ya solo había regordetes al borde del colapso y desafortunados con calambres que se habían bajado de la bici, todo aquel al que aún era capaz de alcanzar era un imago mortis e incitaba a mi imaginación a elucubrar sobre la posibilidad de una muerte súbita. Es aquí donde se agradece no llevar un pulsómetro que indique la proximidad de este suceso, porque probablemente hubiera bajado de la bicicleta en el último y el peor de los puertos (el peor por ser el último, no por otra cosa), el que empezaba en la Puebla de la Sierra.
Como venía diciendo, para los más rezagados ya no había avituallamiento y muchas de las personas que debían indicarnos en cada cruce por dónde continuar el enmadejado circuito de la carrera, estaban ya relajadas, sentadas en algún banco y whatsappeando a sus parejas despreocupadas ya por el sino de los ciclistas rezagados y desorientados (y gordos). Yo, que no tenía el recorrido a mano, debía guiarme por flechas amarillas mal pintadas en el suelo o buscando algún ciclista en la distancia al que seguir. Los que sin embargo no abandonaban su puesto jamás eran los fotógrafos de la carrera, que con cruel empeño se agazapaban con una sonrisa en las peores rampas de los puertos para captar los momentos más lamentables de aquellos que aún tratábamos de terminar la carrera.
Cuando coroné el último puerto comprendí que era el último de todos los participantes que aún seguían, cada vez que miraba detrás de mí en alguna recta larga, comprobaba que no había ya nadie que me siguiera. Delante sólo tenía a un señor algo más gordo y viejo que yo, al que intenté alcanzar sacando fuerzas no sé muy bien de dónde, para preguntarle cuánto faltaba para terminar esa tortura. El tipo, que sabía que yo era el último y él el penúltimo, intentó escaparse de mi como si fuera la peste. Claramente quería evitar, angustiado, que le pasara y le convirtiera a él en el último. Se inició así una ridícula carrera en la que yo solo quería preguntarle cuánto quedaba y él se giraba constantemente para vigilar que no le recortara distancia y le pasara. Me hubiera gustado decirle que no me importaba nada ser yo el último, que estaba feliz por haber sido el único jinete del ocaso que había llegado al final, y que lo único que quería era saber si había un final. El tipo iba con menos fuelle que yo y pude ponerme a su vera, miró en su gadget y me dijo que quedaban siete kilómetros, yo los recorrí solidariamente a su lado hasta el final, aunque en los últimos metros hice un sprint traicionero y le convertí en último, cosa de la que ahora me arrepiento, porque pensándolo, se hace más leyenda siendo el último que el penúltimo. El esperado Godot era el ciclista que llegaba al final.

Me caso contigo solo por esta frase:
“al llegar a los puestos de avituallamiento no queda ya nada que comer o beber, y todo el suelo está lleno de basuras y charcos de bebidas isotónicas derramadas”
Me he muerto de ternura
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Si te da ternura esto, es que conoces la agonía de los puestos avituallamientos en las carreras de larga distancia
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Para los fofisanos que siempre llegamos al final en maratones y carreras de este tipo, el avituallamiento siempre es así
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