Crónicas del Nepenthe Rally (y 5)

Ciento cuarenta y seis kilómetos. Siete horas y media pedaleando. Cinco mil calorías. Dos mil trescientos metros de desnivel. Eso nos chivan los dispositivos que traducen nuestro viaje en bicicleta en métricas que a mí me impresionan, pero que apenas llegan a la longitud de una etapa de una gran vuelta y son poco más que la mitad de una clásica de primavera. Para un aficionado curtido, este periplo está muy lejos de ser una gesta, pero para alguien que se compró su bicicleta en octubre como vía de escape al confinamiento y a la obligación de embozarse que trajo la pandemia, esto ha sido la culminación de un deseo de libertad, de movimiento y de compañía que se cumple en el primer aniversario del confinamiento duro.

Todo empieza a las 7:30 con migas y huevos fritos, el desayuno de los cazadores. No soy el único en este grupo que ve en cualquier actividad deportiva la penitencia que allana el obstáculo de la culpa para transitar sin freno los caminos de la gula. La noche anterior la pasé preparando unas migas, con tres hogazas de pan candeal, torreznos adobados, picadillo de chorizo riojano, ajos, aceite y pimientos verdes. Cuando vas a fundirte cinco mil calorías y fuera hacen cuatro grados, te lo puedes permitir.

Preparando el desayuno ciclista la víspera.

El día abrió radiante, ni una nube, el cielo entero lleno de una luz que no es ya la del invierno, poco viento, un frío tolerable para quien está haciendo ejercicio. Hasta Soto es terreno muy conocido, la ciudad va desapareciendo, haciéndose cada vez más fea según se alcanza su confín, y ya pasada esa tragedia estética que es Fuencarral, los horizontes empiezan a retirarse y se hacen más lejanos, aparece la dehesa, y más allá los grandes vacíos sobrevolados por milanos, las praderas con sus vacas y conejos, el espejo encendido del embalse de Santillana a los pies de ese oscuro montón de piedras que es la sierra de Madrid, y desperdigados aleatoriamente por el campo, entre encinas apagadas y álamos desnudos, pequeños prunos y almendros en el apogeo de su floración. Moviendo los pedales uno siente que atado a sus pies está el rotor que hace girar los fotogramas de estos paisajes en el proyector. Es una película lenta, la primera mitad la hemos visto ya muchas veces en la matiné de un sábado, conocemos bien los escenarios, cada curva, cada rampa de subida y de bajada, el consuelo del pincho de tortilla del Fernando, en Lozoya, parada obligatoria para el avituallamiento. A veinte metros de la terraza del Fernando dobla una calle que atraviesa el pequeño pueblo de Lozoya y ahí mismo empieza para unos cuantos de nosotros un camino ignoto, que resulta ser el tramo más duro: el puerto de Navafría. Son algo más de once kilómetros de subida desde Lozoya, hasta llegar a una cota de casi mil ochocientos y llevamos ochenta y dos kilómetros ya en las piernas, eso incluye el puerto de Canencia.

La montaña le pone a cada uno en su sitio, solo hay una manera de subir un puerto: hacerlo como uno pueda. Yo voy a la cola, descolgado del grupo, me pienso a mí mismo como un tractor pesado, capaz de ir por cualquier sitio pero con una sola marcha y una severa limitación de la velocidad. La mente se desocupa en ese momento de todo pensamiento que no sea cómo llegar a los próximos cien metros, la conciencia se vacía de todos sus fantasmas, sus obsesiones, las elucubraciones sobre el futuro o el pasado, no hay más presencias en la imaginación que la llegada a la cumbre, la administración del esfuerzo, la regulación de la velocidad, la decisión sobre si pedalear de pie o sentado. No llega otra cosa a la mente que las sensaciones de esa carretera que se aleja ya de las últimas casas del pueblo y entra en un robledal de árboles desnudos, a punto de brotar, sobre un suelo alfombrado de hojarasca, surcado por el murmullo de cientos de regajos y arroyos, al fondo se adivina a veces la masa azul de agua del embalse de la Pinilla, y más allá la cadena anterior de montes que uno ya ha superado. Luego el pinar sucede a los robles, y el camino se oscurece, los altos pinos ciegan la vista del valle del Lozoya, y uno se siente cada vez más pequeño. A medida que el cansancio aumenta, ya no subo la cabeza, mi mirada se queda clavada en el asfalto, y ahora solo me concentro en el ruido del agua que fluye por todas las grietas de la montaña, en el trino de pájaros solitarios que cantan desde alguna rama, mi respiración. Recuerdo entonces una pregunta que me hizo mi mujer un día en la Sierra de Hornachuelos, subiendo una cuesta muy pronunciada, jadeantes –¿esto es lo que os pone cuando os vais en bici? ¿sufrir mientras os rompéis las piernas en una cuesta así?– y es entonces cuando por fin siento que tengo una respuesta para ella: sí, esto es lo que me pone, estar totalmente solo, subiendo una montaña, y no poder pensar más que en el próximo recodo del camino, y que en mi conciencia solo suene el agua que baja, el pájaro que canta, y que cuando llegue arriba encuentre a mis amigos con una sonrisa limpia, con la sencilla alegría que da haber subido un monte y ver los bosques desde arriba y saber que ahora toca el disfrute de bajar, durante kilómetros, dejándose ir, con el viento en la cara.

Descendemos el puerto de Navafría hacia la provincia de Segovia, por una bajada larguísima, oscura, entre las frondas de un alto pinar que desemboca en ese paisaje tan ancho de la meseta, donde el horizonte se pierde en una vasta llanura. Según comienza ese descenso donde ya no hay esfuerzo ni sufrimiento, voy viendo a mis amigos, y contemplo esa instantánea de mi vida, y pienso, aquí he llegado, con mis cuarenta y cinco años, aún soy capaz de subir montañas, me acompaña la gente con la que quiero estar, algunos son viejos amigos, otros llegaron hace pocos años, a uno le he conocido hoy mismo, y cincuenta kilómetros más allá me espera mi mujer, y más amigos que no han querido montar en bici, pero que me aguardan con la música de siempre, con vinos, con abrazos y con una barbacoa humeante, y considero la panza que arrastro, las marcas de la edad en mi cuerpo, las heridas de la vida, mis fracasos, mis aciertos, mis deseos y todo yo soy la meseta misma, y ese plano sin fin, y me siento enormemente en paz de haber llegado hasta aquí con lo que tengo y lo que persigo, y pido por favor que el camino siga, no estoy cansado aún, quiero ver más, mucho más, aún no he llegado a ningún sitio.

«Yo voy soñando caminos de la tarde…»

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