Crónicas del Nepenthe Rally (1)

Cuando despertamos del verano, el virus seguía allí: en el primer arroz dominguero que hice al volver a Madrid caí junto a cinco amigos y terminé ingresado con neumonía bilateral. Los que ya solo sabíamos socializar alrededor de una mesa nos vimos obligados a considerar alternativas a la camaradería de la copa, el puro y la tertulia proteica. En una epifanía de hospital, sentí la llamada del M.A.M.I.L. y escribí a varios amigos proponiéndoles que nos compráramos una bicicleta de carretera y nos embutiéramos indignamente en lycras policromáticas. Esta es una propuesta indecente que uno no puede plantear con demasiadas esperanzas a la parroquia de la sobremesa, sólo funciona con esas almas atormentadas a las que en septiembre les sigue dando por creer en un yo futuro que cabrá en los pantalones de un yo pasado. Du mußt dein Leben ändern.

Luego están esos otros amigos –o más bien, inciertos proyectos de amigos– con los que uno jamás coincide en el diletantismo de mantel, esas personas que intuimos que nos caerían bien y con las que uno se cruza de camino a otra parte, en los intersticios de su vida, a saber, padres en la puerta del colegio de los niños, hombres que se aburren en la misma playa que tu, los maridos de tus primas en un breve aperitivo, un vecino al que no dejas de encontrarte a la hora en que sacas el perro. Muchos de ellos de repente representan la esperanza de un terreno fértil donde lanzar la semilla de ese buen propósito para que fructifique al fin un variopinto grupo ciclista –me quiero resistir a usar el término correcto, el abominable mot juste: la grupeta.

En mi amplia experiencia con este tipo de propósitos saludables, redentores y purificadores (desconfiad mucho de ellos, que llevo ya seis maratones y dos vueltas a nado a la isla de Santa Marina desde la playa de Loredo, y cada año estoy más gordo y fumo más puros), hay que liarse entre muchos y fijar una meta ambiciosa para pasar a la acción, es decir, hay que enfrentarse al propósito con espíritu de retador bilbaíno: «¿A qué no hay huevos a ir desde mi casa en Chamartín hasta la casa de Miguel en bici?». Por lo visto en la grupeta hay muchísimos huevos –eso sí, constreñidos a su mínima expresión por el culotte– así que si ese día no hay zombis sueltos, dentro de poco celebraré mi 45º cumpleaños sustituyendo la copa y el puro por botes de agua y barritas energéticas, junto a una improbable cofradía de mamils cuyo único nexo en común es la bicicleta (cinco nacionalidades, un físico, un ingeniero, un piloto de avión, un publicista, un productor, un financiero, un abogado, un escritor, etc…)

La casita donde Miguel e Irantzu han huído del mundanal ruido (y seguido la escondida senda, por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido) está en un apartado paraje a unos kilómetros de Sepúlveda y parece que el trayecto será unos 130 kilómetros, que incluyen la temible sierra de Guadarrama. Es una de estas casas lo suficientemente singulares como para atreverse a ponerle un nombre sin hacer el ridículo. Se llama Nepenthe, del griego antiguo νηπενθές, literalmente anti-dolor o sin dolor (incluyendo su vertiente de congoja o aflicción). Esperamos que el lugar cumpla la promesa de su etimología, pues vamos a necesitarlo en la llegada. Ciertamente tiene bonitas vistas para el que pueda levantar la mirada después de esta gesta, si es que las vistas quitan el dolor. Pero el origen poético de este nombre, Nepenthe, tiene su miga y ha contribuido bastante a que haya escogido esa meta. Resulta ser la droga que durante la boda de sus hijos Helena les echa secretamente en el vino a su marido Menelao y a Telémaco, y que les permite hablar de cosas tristes sin dejar de estar alegres. Más de esto en el siguiente post.

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