
Hace poco menos de un año improvisamos un viaje familiar a la torre de Michel de Montaigne, lugar que siempre había querido visitar, y que al cabo ya de muchas relecturas de los Ensayos, había adquirido dimensiones míticas en mi imaginación. Las miles de horas solitarias que Montaigne empleó leyendo, reflexionando, fantaseando y escribiendo en aquel remoto refugio, son de algún modo, las madres que hoy engendran estas otras decenas de horas solitarias que diletantes como yo hemos pasamos en nuestros refugios, recibiendo la transferencia de ese discurso liberador que se originó en aquella torre cilíndrica y puntiaguda que al ver por primera vez me hizo pensar en un cohete. Según me aproximaba a ella iba dispuesto a llorar, entregado ya a todo tipo de alegorías grandilocuentes, construyendo la analogía con el cohete, diciéndome que aquel era el cohete con el que el hombre había logrado por fin liberarse de la ley de la gravedad espiritual de este planeta, adentrarse en el universo oculto en cada uno de nosotros y colocar ese satélite -los Ensayos- desde donde aún nos llega la señal luminosa de su pensamiento. Traspasé el umbral de la primera puerta exterior del castillo y allí me encontré con un grupo de turistas con los que no esperaba compartir mi primera visita. Iban vestidos con esas prendas de colores flúor y tejidos inteligentes hechas para ir cómodos, para ensuciarse sin complejos y sudar a gusto, con riñoneras cargadas de crema solar y chicles, calzados con chanclas de plásticos extraños, y protegidos con gorras de alguna marca absurda de fertilizantes. Uno de aquellos tipos llevaba un monopatín consigo, algo que resultaba totalmente incomprensible en medio del campo y a punto de subir las angostas escaleras espirales de la torre. Se me pasaron al verles esas ganas deplorables de provocarme un llanto de emoción literaria, de poder decir vanidosamente que “yo lloré cuando llegué por fin a la torre de mi Montaigne”, y me entró inmediatamente un ánimo misántropo, un desprecio asesino del dominguero que hace turismo nacional e interior, que lo mismo le da ver la Torre de Montaigne que ver la ridícula recreación de una batalla medieval que los vecinos representaban en el pueblo de al lado. Al acceder a la capilla privada de la torre, junto a aquellos intrusos que no sabían nada de Montaigne ni de mi elevada relación con él, pasó algo curioso. Empezó a escucharse un ruido extraño en la pequeña capilla, que se hacía cada vez más estrepitoso según los turistas se agolpaban bajo esa oscura bóveda pintada con un cielo nocturno y estrellado. Todos buscaban con creciente inquietud el origen de aquel ruido, hasta que de repente salió del conducto auditivo que unía la capilla con el dormitorio de Montaigne una lechuza histérica que revoloteó encima de las cabezas de los turistas, que empezaron a gritar aterrados, buscando la salida de la capilla como si el ave les fuera a extirpar los ojos. La guía facilitó la salida a la lechuza y la turba se calmó. Yo no pude evitar la carcajada, y la sensación de que el fantasma de Montaigne nos gastaba una broma.
Después de aquella visita, me pasé casi un año pensando en volver, en estar allí no con los abominables domingueros que el azar arrojara en mi camino, sino con amigos muy cercanos. Montaigne es para mí un gran profeta del valor de la amistad, dedica muchas líneas a describir lo que entiende por amistad y a promoverla, y narra con verdad su relación con La Böetie, el placer de la conversación con él y el dolor de su pérdida, que en cierto modo, está en el origen de su necesidad de escribir de esa manera tan honesta, tan íntima, tan amena, tan desordenada, tan desinteresada y tan desprovista de ninguna necesidad de demostrar nada, como lo es la manera en que se le habla a un verdadero amigo.
Quien completa la lectura de los tres volúmenes de los Ensayos, termina por conocer a Montaigne en su intimidad, nos habla de sus piedras en el riñón, de sus libros favoritos, de a qué hora le gusta cagar y de la (corta) longitud de su pene, de lo que le aburre, de sus manías, de lo que le provoca admiración, a veces se repite, se alarga, se pierde, nos cuenta una anécdota de cuando era niño y la brecha que se hizo en la frente cuando le embistió un caballo desbocado, nos hace confesiones arriesgadas, a veces está de humor jovial y otras pesimista, unas está sociable y otras totalmente intratable. Abrir el libro de los Ensayos, es como abrir la puerta de la torre, para entrar a conversar con Montaigne, cerrar el libro es despedirse de una persona y dejar la conversación caliente y lista para retomarla al otro día. Él mismo advierte en el prólogo que el propósito de su libro era ese: “Lo consagro a la comodidad particular de mis parientes y amigos para que, cuando yo muera (lo que acontecerá pronto), puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio conserven más completo y más vivo el conocimiento que de mí tuvieron.”
Ninguna lectura me ha maravillado tanto, hasta el punto de que he tratado de copiar el mismo truco en mi propio libro, contarle al lector lo mismo que le cuento a un amigo en una sobremesa (hasta que me manda callar).
El domingo pasado volví con otras cinco parejas de amigos muy cercanos, fue la etapa final de un viaje hedonista por los viñedos de la zona con el que celebrábamos el 50 cumpleaños de uno de ellos, aquel en cuya casa descubrí, cuando yo tenía 16 años y el 23, un tomo de estos ensayos de Montaigne que jamás han abandonado desde entonces mi mesilla de noche. Esta segunda visita fue distinta que la primera con mis hijas: hacía menos calor, teníamos más tiempo y más ganas de perdernos por el paisaje, tras salir de la torre, nos quedamos por las cercanías del castillo. Encontramos un camino de tierra y empezamos a recorrerlo sin saber a dónde llevaba. El lector de Montaigne debe recorrer ese camino, que es tan importante como la visita de la torre, y mejor aún: no hay domingueros que nos dificulten fantasear, uno esta solo con su imaginación y con el fantasma del autor. Descubrí al cabo de pocos pasos que ese camino ya lo había recorrido muchas veces en mi imaginación, y según pasaba los prados de cereales, cruzaba el río y me adentraba en la espesura, la memoria me devolvía todo lo que había presenciado en aquel camino, cientos de años atrás. Ese era el camino que tomó con 38 años por primera vez para abandonar la urbe y encerrarse en la torre a escribir, el camino por donde los Hugonotes llegaban para matar al católico Montaigne y a su familia, el camino al final del cual Montaigne les recibía con la puerta de la muralla abierta y un banquete, porque decía que no había nada más hostil que una puerta cerrada, y ese era el camino por donde volvieron los Hugonotes ahítos de comer, de beber y de buen humor, tras perdonarle la vida al único católico que quedaba en la zona. Ese era el camino que tomó hacia lo desconocido para hacer su gran viaje a Alemania, Suiza e Italia, del que pensó que jamás retornaría vivo y fue el camino por el que regresó forzosamente de ese viaje porque le habían nombrado alcalde de Burdeos en su ausencia. Fue el camino por el que fue a enterrar a cinco de sus hijos y también fue el camino dónde se cayó de su caballo y quedó inconsciente, y sintió la muerte y dijo que aprendió a no temerla tras la caída, y era también el camino por donde años más tarde abandonó su casa y sus obligaciones para huir de la peste negra con su familia.
Y así paseaba por ese camino lleno de sombras y de la luz que se colaba entre los árboles del bosque, recordando aquel lugar que jamás había pisado antes y que sin embargo conocía tan bien, con mis mejores amigos a mi lado, en los dominios del Señor de Montaigne, el profeta de la amistad, y según terminaba el paseo, pensaba ya cómo y con quién volveré a este camino.