Viaje a la torre de Montaigne (1)

Cuando uno emprende el camino hacia la torre de Montaigne debe hacerlo con la ambición de elevar su experiencia personal del trayecto, que quizás apenas produzca los mimbres para una anécdota irrelevante, en un material reflectante por el que podamos atisbar algún reflejo del universo, a eso jugaba Montaigne en su torre cuando hablaba de los pulgares, de su biblioteca o de cómo vomitaba sangre cuando se cayó un día de su caballo. Es igual que uno haya llegado hasta aquí como un vulgar excursionista dominguero que aprovecha la oportunidad de un airbnb barato para improvisar una escapada a Burdeos, la ciudad que hace casi cinco siglos tuvo a Montaigne de alcalde. En cuanto salí rumbo a la torre, me puse a mirar al mundo como creí que debiera hacerlo el diletante que juega a ser discípulo suyo. La autopista con la que me encontré nada más salir de la circunvalar de Burdeos se convirtió entonces en una suerte de cuadro filosófico de la condición humana. El camino empezaba en una vía ancha de tres carriles en que el límite legal de velocidad son 130 km/h, íbamos mis tres hijas, mi mujer y yo, apretados en un viejo y pequeño coche de segunda mano, adelantando a un sin fin de camiones que circulan lentamente en el carril de la derecha, conducidos por hombres hastiados que en mi imaginación atraviesan Europa transportando los exquisitos productos de esa cornucopia inagotable que es Burdeos, inmensas ostras de Arcachon a punto de perecer en un par de días, foie de las Landas que deberá ser consumido en las próximas dos semanas y todo tipo Grand Vins de Saint Emilion, Pomerol, Medoc y Pessac que no llegarán a su máxima expresión hasta pasar diez años en la oscuridad de una buena bodega. Los camioneros que transportan esos placeres circulaban con la parsimonia a la que están condenados los vehículos de gran tonelaje, sacrificando la mejor semana de agosto en cumplir la misión dede hacer llegar todas esas delicias con las que sueñan y que probablemente nunca probarán, a los lugares donde pararán los audis y mercedes de gran cilindrada que aceleran ansiosamente por el carril izquierdo, y que se pegan agresivamente al culo de mi coche para expulsarme de su carril cada vez que lo utilizo para adelantar a los citroenes y los renaults con los que voy negociando mi puesto en ese carril central donde circulan aquellas personas que quizás hayan ahorrado todo el verano para poder probar en alguna playa o algún castillo algo de los productos que transportan en esos camiones, o que quizás vayan o vuelvan al lugar de trabajo donde sirvan esos productos a otros como yo. Todo vehículo en aquella autopista te recuerda de forma pasiva o activa a qué carril perteneces, los audis Q-algo te devuelven al carril central con su prisa y los camiones hacen lo mismo con su lentitud. Pero al cabo de unos kilómetros, uno llega al desvío de Libourne, hacia el bellísimo valle de la Dordoña, por una carretera nacional de dos carriles donde se apelotonan los camiones, los renaults y los audis, todos a la misma velocidad. El que sigue hacia la torre de Montaigne llega a nuevos desvíos, cada vez más estrechos, menos transitados, con sus orillas cada vez más deshabitadas, y al final uno esta completamente solo, por un camino olvidado y ve por fin esa señal de tráfico que indica el camino a la torre de Montaigne, ahí tuve que frenar el coche en seco, salir de él, hacer una foto y compartirla en Instagram.

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