Las escasas ocasiones en que se nos permitía vestir sin el uniforme escolar, todos entrábamos en una gran competición por cultivar un look diferencial y auténtico. Cada uno buscábamos en una hebilla de cinturón o en un zapato podrido la clave para convertirnos en nuestra propia marca. Los alumnos mayores, con mayor o menor fortuna, ya habían dado cada uno con su propio look, que incluía todo tipo de experimentos capilares que a los novatos nos habían estado vedados, pues no sólo carecíamos de barba, sino que hasta entonces nuestra cabellera había estaba bajo la tutela estética de nuestras madres y sus peluqueros. Además de las múltiples posibilidades del peinado, estudiábamos bien el armario de los mayores para entender cómo se construye un look. La norma general con respecto a la ropa es que todo debía tener un aspecto usado, vivido y añejo: aquellas chaquetas heredadas de padres o tíos puntuaban doblemente a la hora de establecer la irrepetibilidad de una prenda. Por el contrario, los logos y las marcas penalizaban, sobre todo si el logo era grande, conspicuo y la marca demasiado popular. De este modo, en las primeras vacaciones en las que volví a España arrasé con los armarios abandonados de mis tíos en casa de mi abuela: botas de la mili, trenkas de ante con borrego dentro, ahí encontré un primer filón para asimilarme al código estético de aquel internado, que era exactamente opuesto a aquel código opresivo del colegio privado de Pozuelo del que venía, en que lo aterrador era desviarse de la las marcas deseables: ir con ropa heredada era humillante, llevar marcas desconocidas te hacía invisible, y la peor desgracia era ser visto con logos del supermercado -acudir al colegio con un prenda de PryCa (Precio y Calidad, hoy en día Carrefour) legitimaba plenamente para tratar con crueldad al individuo que osara lucirlo. En el tiempo que pasé en Inglaterra desarrollé una auténtica aversión a ese Madrid pijo y uniformador, de todos a jugar al fútbol en el recreo, de los 40 principales, del Barbour, los Levi’s 501, el polo Ralph Lauren, los calcetines Burlington, los zapatos Camper, el jersey Privata y la copa de Malibú con Piña en el Oh Madrid. No entendía yo entonces que aquel código de internado inglés que yo asumía con la devoción con que se memoriza un credo, no dejaba de ser el extremo del esnobismo. En Madrid bastaba con aceptar la breve lista de marcas homologadas sin pensar en lo que uno se ponía, en el internado había que buscar cada prenda como quien busca el santo grial, y después había que domesticarlas con el uso hasta darles esa pátina de lo vivido que las convierten en una segunda piel.