
Hace un par de días escuché a la Ancient Academy of Music tocar la música acuática y la música para fuegos artificiales de Haendel. Mi experiencia, que es la de un gran ignorante en todo caso, fue la de haber asistido a una obra incompleta, y pasado cierto punto, soporífera. Por lo general, cuando uno ve un clavicémbalo entrando en el escenario debe echarse a temblar.
Lo que oía me pareció exactamente lo que era, una banda sonora de acompañamiento a un espectáculo de la corte, pero sin corte, sin barcos que transportan reyes y sin fuegos artificiales. Tuve la sensación de que si uno mete diez compases de esta música en una supercomputadora de inteligencia artificial se podrían crear en dos minutos cincuenta horas más de música acuática de Haendel. Seguramente ya se habrá hecho algún experimento de este tipo. Me pasé la última hora del concierto pensando qué músicas podría crear la inteligencia artificial a partir de una pequeña muestra de algo preexistente y cuáles sólo podrían ser creadas por una computadora que entendiera los resortes emocionales más profundos del hombre, una inteligencia artificial con verdadera sensibilidad.
Es curioso como se transforma la experiencia estética cuando uno sospecha que el proceso creativo que alumbra a una determinada obra podría ya ser replicado por un ordenador.