Siempre he estudiado las posturas y expresiones con las que que los escritores posen para la foto del libro. Detesto particularmente aquella en que el escritor se sujeta la cara con una mano, ¿por qué se tapan media cara? ¿o es que quieren enseñar la mano con la que escriben como si fuera un rasgo tan expresivo de la personalidad como las facciones de la propia cara? Después están los que miran con una mirada terrible, en un gesto que trata de convertir las pupilas del ojo en el abismo insondable de su genio. Los hay que posan de perfil, no miran al lector, no le confrontan, los hay que fuman pipas, habanos, cigarrillos a medio consumir, y parecen jactarse de su desprecio por los hábitos saludables, viven a tope, son ansiosos. Los hay despeinados y con barba de tres días, como alguien que acaba de salir de la soledad incomunicada de su estudio donde ha estado dando a luz todo tipo de grandes ideas, y los hay vestidos como auténticos dandis, árbitros del gusto de su época. Algunos tienen de fondo un paisaje bucólico, o uno sublime y tenebroso, como en un cuadro de Friedrich, y los más posan frente a estanterías con libros. Cuando hace unos meses entregué mi primer libro en prosa para adultos, no pensé que me pedirían una foto. He de decir que esto me angustió, incluso me puse a regimen. Escogí posar en la puerta de mi casa, junto a unas hortensias, que en el libro son unas flores que tienen su importancia simbólica. Le pedí a mi mujer que me sacara bien, me hizo sonreír, tratar de posar con cierta naturalidad. Ahora veo la foto y me parece la mayor venganza que mi mujer haya practicado sobre mí. El libro será olvidado en pocos meses, y yo en pocos años, pero el tirabuzón que me cuelga en mi “foto de escritor” pasará a la eternidad merced a las canciones que ya me hacen mis amigos sobre este mechón de pelo. Es ahora cuando por fin puedo perdonar a todos los autores por las fotos con las que posan en sus libros, entiendo que no hay manera de evitar el fracaso en ese retrato.