La mayoría de nosotros vive como algo muy natural el pertenecer a dos familias, la de su madre y la de su padre. No se nos escapa que cada una de ellas suele ser bastante diferente, ambas tienen su propio origen, un relato sobre el pasado entre la verdad y la ficción, su top 10 de anécdotas repetidas hasta la saciedad, sus tragedias y secretos, unos valores más o menos decentes, algún refrán particular, alguna receta, un juego que todos conocen, un cierto modelo educativo, y con suerte, hasta su propio sentido del humor. Ambas familias poseen en definitiva un conjunto de rasgos, manías y tradiciones propias, que hacen que a veces resulte imposible hacer mesas donde fluya la conversación y haya química personal cuando mezclamos a los de uno y otro lado en una boda –a ver ahora con quién siento yo a tu tía Carmen. Se puede decir por tanto que cada familia tiene su identidad, y que cada uno de nosotros asumimos de forma muy natural la suma de estas dos identidades, sin que eso nos cause contradicciones insuperables, y de tal manera es así, que a diferencia de muchas otras sociedades que nos rodean, en España escribimos nuestro nombre acompañado de los apellidos de nuestras dos familias.
Yo que he nacido en Londres, he vivido principalmente en Madrid, tengo una familia mayoritariamente vasca y acabo de llegar de Texas, nunca he tenido problema alguno en ir cosiendo retales de todas estas sociedades al pastiche inacabado que es la identidad. En cada lugar trato de apropiarme de algo bueno para completar mi forma de ser, de estar y de pensar, y en el intento probablemente me contamino de los vicios de cada sitio por donde paso –últimamente el tequila y la barbacoa. Es cierto que mis partículas de vasco reaccionan mal cuando entro en la triste sección de pescados de un supermercado en Tejas, o que el madrileño que hay en mí se revuelve con el exceso de tinte rojo en mujeres vascas de pelo corto, igual que el tejano que me ha brotado se exaspera ante la existencia de entes parasitarios como las televisiones públicas que hay por todo España. Pero no por ello se me ocurre en ningún momento amputarme un pedazo de mi identidad simplemente porque entre en contradicción con otro, prefiero que mi alma se asemeje más a una galaxia que a un asteroide.
Por eso el sentimiento nacionalista, en cualquiera de sus formas –tanto el español como incluso el europeo, ese que uno sólo comienza a sentir cuando viaja a Texas– me resulta una ejercicio de empobrecimiento espiritual, porque necesariamente reprime y atrofia el desarrollo personal de quien lo padece, al marcarle claramente las líneas de aquello con lo que debe y no debe identificarse. Es, por así decirlo, un corsé ortopédico alrededor de la personalidad, diseñado para corregir determinadas desviaciones y asegurar que uno crece de tal manera que termine por tener nítidamente claro cuál es ese pedacito del planeta que le pertenece, cuál es la bandera con la que uno debe identificarse y cuál es aquella a la que debe repudiar, con qué idioma debe de sentir, quiénes son los suyos y quiénes son los otros. Al nacionalista le gustaría pensar que la cosa no se queda en eso sino que además va de valores e ideales, y de proyectos de país justo, pero como hemos podido observar con Junts pel Si, da exactamente igual ser capitalista o marxista, honesto o corrupto, ateo o religioso. El sentimiento nacionalista es profundamente simplista, pues no es más que eso, puro sentimiento, no tiene ni siquiera el rango de idea. Hay quienes lo camuflan bajo el signo del progresismo socialista, para darle una pátina de ideología que lo dignifique, pero resulta un travestismo ridículo, pues uno no deja de preguntarse: ¿cómo se puede desear un Estado social, mejor y más justo para todos y todas, pero sólo hasta la franja de Aragón? ¿Será que más allá de esa frontera el socialismo no es genéticamente posible? ¿En qué proyecto socialista del siglo XXI cabe la construcción de una nueva frontera? Hay quienes dicen que el independentismo no se nutre de una cuestión identitaria, sino que es la respuesta definitiva a la crisis, la corrupción y al expolio fiscal a la que España les aboca, como si arrancando a Cataluña de ese país tóxico fuera a desaparecer también la cultura del despilfarro, de la evasión de impuestos, del amiguismo, la corrupción y ahora la de la austeridad. En fin, uno podría hacer una retahíla de preguntas más extensa y contundente que las que Yahveh le hacía a Job desde el ojo del huracán.
Diría que aquellos que eligen vivir con ese corsé puesto no serían más que objeto de lástima o de burla si el corsé sólo les apretara a ellos mismos. El problema fundamental del nacionalista es que no le gusta compartir el terruño con aquellos que no llevan puesto un corsé similar, quisieran el corsé para la sociedad entera, y su proyecto pasa por imponérselo a todo el mundo para corregir las deformidades. Esas deformidades a las cuales se les puede atribuir el origen de los problemas de la sociedad a los que no son como ellos, y así la crisis viene de España, y también la corrupción, las malas leyes también, el maltrato fiscal, la ignorancia… y la solución mágica a todo ello es independizarse de los que no son como nosotros. Cualquier fuego que aparezca, se apaga con la independencia.
LAS TRES PROPUESTAS
Un Estado democrático no puede permitir tal atropello, debe proteger al individuo que no quiera calzarse el corsé, y debe hacerlo con audacia y sin complejos, sin tratar de apaciguar ni contemporizar con nacionalistas (aquí habla el tejano que me está creciendo). Para ello, me gustaría que nuestro próximo gobierno lleve a cabo tres medidas muy claras, orientadas a reforzar la democracia, a llevar al Estado allí de donde ha sido expulsado y a proteger la libertad del individuo frente a la masa organizada y coercitiva nacionalista.
La primera es que en un territorio bilingüe no se le puede obligar a nadie a aprender un idioma ni a estudiar en él. Si un vasco, un gallego o un catalán, deciden por las razones que sea, que lo mejor para su hijo es educarle exclusivamente en vasco, gallego o catalán, debe de tener el derecho a hacerlo. Ya sea a través de lo que los americanos llaman home schooling, ya en colegios que sólo eduquen exclusivamente en esta lengua. Por las mismas, se debería garantizar el mismo derecho a los padres que deseen una educación exclusiva en castellano. Como sabemos que la Generalitat no va a garantizar este derecho, el Estado debe buscar la manera de –en palabras de Oriol Junqueras– “meterle goles” a la Generalitat, y crear una red de colegios concertados o dependientes directamente del propio Estado, que ofrezcan programa exclusivamente en castellano para quien así lo desee, y también, programas similares al que me ofrecían a mí en Texas para mis hijas: una enseñanza pública bilingüe al 50%. Imponer un idioma como lengua vehicular de la enseñanza en una comunidad bilingüe, no es democrático ni razonable. Cualquier otra opción es antidemocrática y no puede permitirse en un Estado de derecho.
La segunda medida que estimo necesaria, y que ya ha sido propuesta muchas veces durante este último año, es la de llevar parte del gobierno a Barcelona (y a otras comunidades). El Senado, modificado como cámara de representación territorial, y algunos ministerios que bien podrían estar allí: el de Industria seguramente, el de Sanidad, también el de Cultura, recordemos que Barcelona es la capital editorial del castellano y desde luego una ciudad tradicionalmente más culta y más abierta al mundo que Madrid, por más que hoy se empeñen en cerrarla a otro influjo que el de las esencias. Hay que reconocer que la sociedad catalana contribuye mucho, y por tanto los catalanes deben de percibir que su tierra es un lugar de toma de decisiones que afecten a todo el Estado. Además, parte de la estrategia nacionalista consiste en construir un relato tanto en la educación como en los medios de comunicación, en el que España y su gobierno es algo que está en otra parte, y que no tiene presencia en Cataluña. No basta con supervisar los libros de textos que escribe el nacionalismo: hay que estar.
La tercera medida es casi un imperativo democrático. El secuestro de los medios de comunicación públicos por la corriente política hegemónica en cada región de España es escandaloso, también lo es el tamaño de estos medios en muchas regiones (por no hablar ya de TVE). Si las televisiones públicas no son capaces de crear modelos y contenidos como los de la PBS americana o la BBC inglesa, y esta claro que con la clase política que tenemos eso no va a ser así en mucho tiempo, entonces, que se pague la tele pública el que quiera verla. Es decir, que pongan una casilla en la declaración de la renta, como hacen con la Iglesia (ya que por lo visto, la tele funciona a la manera de una religión, predicando), y que aquellos interesados en tener una televisión regional o nacional como la que tenemos, se la pague de su bolsillo, y todos los que no nos sintamos ni representados ni interesados por ella, podamos dedicar el dinero a otras causas culturales mejores. Nadie, excepto aquellos que desean que los demás les paguemos de nuestro bolsillo su aparato de propaganda y colocación de amiguetes, deberían tener problemas con esta medida.
Creo sinceramente que con la aplicación de estas tres medidas se debilitaría profundamente el poder del nacionalismo y la amenaza que éste supone para la libertad y la economía del conjunto de los ciudadanos, y que por el contrario, todas las medidas que vayan encamanidas a apaciguar, pactar y contemporizar harán que la amenaza de desastre persista.
————
Este artículo lo escribí en Austin, en el verano de 2015 y lo he actualizado. Me parece que sigue plenamente vigente.