De la Barbacoa a Trump

Por fin lo he entendido. Tiene que pasar así, de manera totalmente fortuita. Uno tiene que ser forzado a aterrizar en una realidad en la que jamás pararía para comprenderlo. Mi madre me regaló un Big Green Egg estas Navidades, y yo como alumno aplicado, he pasado muchas noches robándole tiempo al sueño viendo tutoriales de YouTube en que un telepredicador de Oklahoma me inicia en los misterios del carbón y de las maderas. En Madrid, solo un templo como Fuegomarket ofrece lo que necesita la liturgia del kamado. Puse la dirección de esta carbonería en mi GPS y me dirigí a ella a primera hora de la mañana del viernes, nada más dejar a mi hija mayor en su colegio. Llegué a las 9:15am a Fuegomarket, que está en la parte baja de Embajadores y comprobé que el local estaba cerrado, abría a las 10. Decidí pasar esos 45 minutos en el bar de enfrente, tomando un cortado y leyendo periódicos en el móvil. Fantaseaba con el tipo de maderas aromáticas que iba a usar para ahumar un pedazo de pescado graso que absorbiera todos los matices del carbón y la madera que ardería en mi Big Green Egg, imaginaba una ventresca de atún. La realidad de aquel bar de Embajadores distaba mucho de la decadente fantasía gourmet en la que estaba inmerso, había una mezcla de jubilados en chándal y de jóvenes con monos de albañil desayunando porras y churros, comentando a voces la actualidad futbolera. Un árabe jugaba sin parar en una tragaperras del bar, después de perder todas las monedas que llevaba encima salió con gran estruendo, insultando a la máquina en español. El camarero, un hombre canoso de más sesenta años, se mantuvo callado, como si no pasara nada hasta que vio salir al árabe, y en cuanto estuvo fuera, dijo en alto, «puto moro de mierda». Los albañiles que comían porras hicieron de corifeo. El camarero dijo entonces, «si es que el Trump este tiene razón, hay que cerrarles las fronteras a esta gentuza, el mundo es racista, siempre ha sido así… el tío este dice las cosas como son, y tiene razón…», los comedores de porras hicieron un leve gesto de aprobación, y miraron al camarero con el respeto que se le profesa a un sabio. Empezaron a cuchichear y a decir que Trump hablaba sin tapujos, y que decía lo que nadie se atrevía a decir en nuestro país de mierda. Yo sorbía el café y miraba la hora, esperando a que abriera la carbonería donde esperaba encontrar el aroma perfecto para un pescado, y empecé a imaginar qué cosas cenarían aquellos jubilados, aquellos albañiles, aquel árabe que lo había perdido todo en la tragaperras, y por fin entendí el inmenso encanto de Trump. 

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