Estambul

Pocas ciudades ponen a trabajar tanto la imaginación como Estambul, que ataca sin tregua al cerebro desde la vista, el olfato y el oído: como diría mi amigo Miguel Olivares, es un hojaldre. Uno trata de entender en vano las miles de cosas que están ocurriendo a su alrededor y la cabeza no le da para ello porque simultáneamente no puede dejar de reconstruir todo lo que ha ocurrido en cada rincón de esta ciudad. La Historia y el presente se desdibujan mutuamente. Cae un improbable aguacero de julio sobre Santa Sofía, y mientras busco refugio en un café veo a Justiniano haciendo la primera misa bajo esa cúpula que a ciertas horas parece suspendida sobre un disco de luz, y luego se me viene una imagen del terco Mehmet entrando al fin con un Corán en esa catedral que va a dejar de serlo, le sigue siglos más tarde al flamante Atatürk –el hombre con mejor planta del siglo XX- desacralizando el lugar para hacer un museo laico y esta misma tarde a una horda de votantes de Erdogan de la Anatolia central que llegan en verano cubiertos de trapos, para celebrar el Aid el-Adha con orgullo revanchista ahora que el edificio vuelve a ser mezquita en una de esas innecesarias maniobras simbólicas del populismo, mi sobrina llama desconsolada a una inmensa puerta del recinto de la mezquita que permanece cerrada y entre tanto mi hija mayor busca un perfecto fake de YSL en el bazar y me deja claro lo poco que le apetece una lección de Historia y yo me pregunto dónde estará el kebab definitivo.

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