DESIERTO

Hace un año Olga Cebrián nos pidió a unos cuantos un texto para un libro espiritual sobre el desierto, que ha publicado recientemente en la editorial San Pablo. Os lo recomiendo y os comparto mi pequeña contribución.

Como a tantos otros niños que nacieron bien lejos de uno, el desierto siempre captó mi imaginación. Antes de haber visitado ninguno ya había construido mi propia fantasía de cómo era y qué tipo de cosas les pasaban a los que lo visitaban a partir de la literatura, los cómics, la televisión y el cine. El desierto era para mí ese dibujo al final de El Principito, donde bajo una estrella solitaria y con dos simples trazos, Saint-Exupéry había insinuado un par de dunas, debajo del dibujo había una leyenda que decía “Ça c’est, pour moi, le plus beau et le plus triste paysage du monde”. El desierto era también otra ilustración de un libro infantil sobre exploradores que había en casa de mi abuela materna, en el que se narraba la insólita historia del francés René Caillié que pasó años aprendiendo a mimetizarse con los locales, y que una vez hubo memorizado el Corán en árabe, se hizo pasar por un egipcio y unió a una caravana de dromedarios que salía de la costa de Senegal con destino a Timbuctú, la ciudad prohibida del Sahara, vetada so pena de muerte a los cristianos. El desierto era también aquel lugar donde el viajero perdido y desamparado tropezaba con la lámpara mágica habitada por un genio, era la extensión de arena en que se perdía Tintín en varios de sus cómics, donde sufría visiones de oasis inexistentes y se desmayaba exhausto para ser rescatado casualmente. Era el paisaje extraterrestre por el que Lawrence de Arabia cabalgaba con los beduinos hacia la libertad. El lugar hacia donde cabalgaban los cowboys al atardecer, alejándose de un pequeño pueblo, después de haber haber hecho justicia a su manera, donde un pobre se hacía rico azarosamente al pegar una patada a una piedra y descubrir petróleo, y también era el lugar donde perecían los avariciosos que iban en busca de una mina de oro o la tumba de un faráon. Era el terreno por donde los camiones, motos y coches del París-Dakkar saltaban sobre dunas y pedregales con amortiguaciones que les convertían en saltamontes mecánicos. Era el remoto escenario donde Jesús conoció al demonio y fue tentado por él, y donde Moisés encontró la zarza ardiente que resultó ser el Dios que se presentaba a sí mismo diciéndole “yo soy el que soy”. Era todo eso y muchas más cosas, fundamentalmente un terreno asociado a la aventura, a las visiones y a los encuentros sobrenaturales. 

Es por todas estas memorias que tenemos del desierto antes de haberlo pisado jamás, que resulta muy difícil llegar virgen a él. Al llegar allí por primera vez no pude evitar compararlo con todo lo que recordaba ya de él, y sobre todo con esa imagen idealizada y de postal, que tenía de lo que es un desierto: un mar de dunas bajo un cielo azul. Pero después de pisar varios desiertos, uno descubre que éste puede ser de muchas maneras, que tiene un rostro blando y arenoso a veces, aunque mucho más a menudo presenta otro duro y pétreo. Que puede ser liso y plano, como una llanura donde la luz se derrama sin encontrar objeto alguno con el que arrojar una sombra, o bien que puede ser escarpado y rocoso, con un horizonte mellado, donde se acumulan los picos de montañas desnudas. Los hay que son de un solo color, aquel con el que el polvo los ha cubierto hasta ocultar cualquier contraste, y los hay que son a la vez naranjas, negros, ocres, rojos y púrpuras. En algunos el viajero no es capaz de hallar signo alguno de vida, y en otros aparecen islas de hierba un día que desaparecen al siguiente, en otros florece la venenosa adelfa en los cauces secos por donde pasan los torrentes el improbable día en que llueve, y en algún rincón con algo de sombra hay a veces un azofaifo solitario que es capaz de alimentarse de polvo y sol ardiente para ofrecer unos huesudos frutos dulces, en alguna grieta que se abre en un océano de piedra y polvo aparece increíblemente un frondoso palmeral que marca el punto donde hay agua y ofrece la cantidad necesaria de sombra y frutos para hacer habitable un pequeño punto. Buscaba en África los cactos, y luego descubrí en Colombia, donde pensé que no había desiertos (y donde comprobé que hay desiertos vecinos de selvas) que estos habitan los desiertos americanos, en los que por cierto no hay palmeras. En el desierto de Coahuila vi cactos altísimos de un solo brazo, alzándose en rigurosa verticalidad, como postes en la nada que apuntan al cielo, y encontré otros cactos chatos, muy discretos, pegados al suelo, como el San Pedro, que sin embargo albergan en su interior el néctar con el que uno puede alcanzar lo que hay más allá del cielo. 

¿Qué es entonces lo que nos hace llamar indistintamente desierto a todos estos lugares tan distintos entre sí? Es una pregunta un tanto perogrullesca, pues en la propia palabra con la que nos referimos al territorio, ‘desierto’ está ya la respuesta. No es por lo que contienen los desiertos que se nos hacen parecidos entre sí, sino por aquello de lo que carecen. Son lugares rebosantes de ausencia, las ruinas de un paisaje anterior donde los geólogos nos dicen que hubo bosques, ríos o suelos marinos -como a veces nos confirman los fósiles de conchas y trilobites que descubrimos en las rocas del desierto- en ellos la vida se ha escondido o se ha retirado, y los hombres no están, no hay más sonido que el del viento cuando sopla, y no hay otro movimiento que el del sol sobre nuestras cabezas, y sin embargo sabemos que el desierto se extiende lenta e implacablemente para engullir la tierra verde y fértil, y que quienes viven en sus límites tratan desesperadamente de contener su avance cada día, y solo aquellos que viven en ese límite sienten sus cambios, pues para los viajeros que nos asomamos a verlo, no parece haber estaciones en el desierto, solo la luz delata el paso del tiempo, pero es un tiempo circular que nos devuelve indefectiblemente al mismo día, y en donde se enredan sin distinciones el hoy con el ayer, solo hay día y noche, luz y oscuridad, y hacia cualquier lugar que miremos vastas extensiones vacías que provocan en quienes las contemplan un vértigo horizontal. El desierto es por todo ello un espacio cuyos rasgos definitorios son más conceptuales que físicos, un lugar cargado de ausencia y distancia, donde el tiempo apenas existe, y donde la visión constante de una inmensidad yerma, vacía, muda e inalterable que se cierne sobre nosotros, atrae hacia nuestro pensamiento reflexiones hacia ideas de lo infinito, de la nada y de lo eterno. El hombre se nos vuelve particularmente pequeño y efímero frente a ese desierto sigiloso que tan lenta e implacablemente se emplea en engullir toda su gloria, Percy Bysshe Shelley utiliza las dunas del Sahara para ilustrar el tema del sic transit gloria mundi en su célebre soneto Ozymandias

I met a traveller from an antique land
Who said: Two vast and trunkless legs of stone
Stand in the desert… near them, on the sand,
Half sunk, a shattered visage lies, whose frown,
And wrinkled lip, and sneer of cold command,
Tell that its sculptor well those passions read
Which yet survive, stamped on these lifeless things,
The hand that mocked them and the heart that fed;
And on the pedestal these words appear:
‘My name is Ozymandias, king of kings;
Look on my works, ye Mighty, and despair!’
Nothing beside remains. Round the decay
Of that colossal wreck, boundless and bare
The lone and level sands stretch far away.

Ahí va mi ramplona traducción literal: 

Conocí a un viajero de una tierra antigua
Que me dijo: dos enormes piernas de piedra sin tronco
Se alzan en el desierto… cerca de ellas, en la arena,
Medio hundido, yace un rostro partido, en cuyo ceño,
Y labio apretado, y en su frío gesto de mando,
Delatan que quien lo esculpiera entendió las pasiones
Que aún persisten, estampadas sobre estas cosas yertas;
La mano que las imitó, y el corazón que las alimentó;
Y en el pedestal estas palabras aparecen:
“Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes;
Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!”
No queda nada más que esto. Junto a los escombros
De esta ruina colosal, infinitas y desnudas
Las lisas y solitarias arenas se extienden en la distancia.    

El desierto es pues un paisaje que exhorta al hombre a ser humilde, le recuerda que cada grano de arena que hoy forma una duna fue un día parte de las paredes de un gran palacio, o del grillete de un esclavo o del diente de un dinosaurio, y que a nosotros mismos nos espera el mismo final que a la estatua gigante del poderoso rey Ozymandias: ser reducidos a una nube de polvo en que se mezclan todos y todo lo que jamás conocimos. 

Pero el desierto también es amable con quien viaja a visitarlo, tiene para el que lo contempla algo más que ofrecer que el recuerdo de nuestra minúscula y efímera existencia. En su quietud inalterable, el desierto nos ofrece la oportunidad de escuchar nuestros pensamientos, en él podemos sentir por fin la corriente de nuestra conciencia, apartada del ruido de todos los reclamos con los que nos aturden las pantallas y los altavoces que nos rodean, fluyendo con libertad, sin la interferencia de esas prisas da la vida urbana en la que nuestro tiempo discurre por un estrecho canal, segmentado en esclusas de media hora, el desayuno, el ejercicio matinal, la reunión de estatus, el comité, el café, el rato de contestar llamadas y mensajes, la comida, etc…

Bastan unos días en el desierto para entender que ese vasto territorio se reordena en torno a nosotros para conformar una caja de resonancia situada de manera precisa bajo las las cuerdas de nuestras emociones más íntimas, para que ese vacío nos devuelva un eco del alma. 

En este sentido, el desierto tiene algo de templo desnudo y vacío, de oscura capilla solitaria para el recogimiento, ¿pues qué es un templo vacío sino una caja de resonancia del alma, diseñada para amplificar el efecto que la oración tiene en nosotros? No es casualidad que el desierto albergue todo tipo de templos de varias fes, dedicadas al recogimiento, a la contemplación, a un orar apartado y lejos del ruido, en que el pensamiento avance lentamente, constante, sin pausas, como giran las sombras en torno a las piedras a lo largo del día. Les propongo que hagan uso de un buscador para observar los siguientes lugares. Tecleen las palabras “marabout” + “desert” y hagan una búsqueda de imágenes. Verán en las faldas del Sahara, tanto entre el rostro blando del desierto (el aronoso erg) como en su rostro duro (la pétrea hamada) los diminutos morabitos donde los magrebíes entierran a sus santones y donde acuden en romerías (sus moussem, no del todo diferentes a las nuestras). Ahora busquen “Saint Catherine” + “Sinai”. Allí está el milenario Monasterio de Santa Catalina, ocre como las rocas afiladas que lo rodean, todas ellas tan secas que uno entiende al primer vistazo que Moisés las golpeara tres veces con su callado para hacer brotar el agua, y se asombra de la severidad del Dios del Antiguo Testamento, que castiga a su elegido por desconfiar de la posibilidad de extraer agua de esas piedras. Vayamos ahora a un punto entre dos desiertos, el Dasht-e-Kavir y el Dasht-e-Lut de Irán, allí, cerca de la ciudad de Yazd, los últimos zoroastrianos de la antigua Persia tienen un templo rupestre en el desierto llamado Chak-Chak (la búsqueda sería “Chak Chak” + “Yazd”). El guardián del templo, que se ocupa de que no se extinga nunca el fuego votivo del templo, me explicó que el nombre de este lugar es una onomatopeya que imita el sonido de una gota de agua que brota del techo de la cueva donde está el templo. De todos los desiertos que he visitado, que han sido muchos, ninguno me ha causado una impresión más honda que este punto donde cae la gota en Chak Chak. El paraje no es especialmente bello, ni tampoco lo es el templo, pero hay algo en esa gruta oscura que en contra de tanta aridez custodia en su resguardo la luz de una llama, el ruido de una gota y el culto a una religión ya casi desaparecida-fuego, agua y esperanza, en definitiva las tres cosas que el hombre necesita para vivir- que confiere a este lugar una dimensión poética que sobrecoge. Asomado desde esa gruta de Chak Chak al paisaje, había un solo árbol, la carretera, una llanura polvorienta y nada más, me quedé un buen rato observando, saqué mi cuaderno y me brotó un poema como brotaba la gota de aquel techo de piedra. Lo comparto como colofón, pues creo que ilustra bien aquello que el desierto es capaz de alumbrar en mí: 

Visita al templo zoroastriano de Chak Chak

Ya hemos llegado a las mansiones de la inexistencia
y hoy empezamos a reconsiderar
la diferencia entre los siglos y los segundos.
Cuando llegues aquí
verás secarse los nombres de Dios
en la piel de las piedras,
verás un único árbol
cercado por mil alfombras de sal bordadas de huellas,
alfombras donde aún respiran,
entre el polvo que tus pies levantaron,
las oraciones de aquellos
que dieron gracias
por ver la luz de este mundo
Aquí,
en las mansiones de la inexistencia
sabrás que tu rostro
no es más que una nube de polvo
suspendida en este aire quieto y seco
que tus pies levantan al pasar,
nube que pronto caerá
para ser alfombra de sal
bordada de huellas,
junto al único árbol.

____

Agosto 2001. Yazd, Irán

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